Los rincones se abrieron para despejar el sueño.
Como
flor nocturna, despacio
bajó
a despertar la ciudad
porque
se le hacía tarde.
Las
calles no eran las mismas,
los
olores, su niñez y adolescencia;
el
agua, la sinrazón del llanto.
Quería
amar, que la amaran,
por
eso se engalanó con sedas negras
sin
ocultar la urgencia del beso.
Los
sollozos delataron su inquietud;
sus
brazos, el misterio que escondía;
más,
engalanada con sedas negras,
se
mutó en noche y noche fue.
Advirtió,
entonces, los labios del Darro
y
el río aceptó el trueque:
Agua
de seda, él.
Carne
de agua, ella.
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